Él era el jodido principio de cualquier canción de Hendrix,
era los nervios al entrar en un concierto, la adrenalina de un viento que se
colaba por tu ventana cuando movías las caderas, los hombros, los brazos y ese
jodido culito que parece salido de un maniquí.
Era la mirada de Amelie en la pared del cuarto, los libros
de Sampedro, vibradores en la mesita de noche, un remolino de juguete que nunca
llegó a saber lo que era el girar.
Él era el primer paso en la luna, el primer borracho de la
historia, la droga en los 80, la movida madrileña, la barba de cinco, seis,
ocho días. La llegada de internet, la música gratuita, los festivales de rock y
los indies. Él era la música de Pink Floyd, el voyeur de la puerta entreabierta
mientras te colocas la liga.
Los ceniceros hasta arriba de colillas sin historias, y
cuentos sin Cenicientas.
¡Qué joder!, no tienes ni idea de lo que es que él llegue de
la nada con esa tarta de manzana y no sepas que pueda ser un padrastro, como el
de los dedos que anda jodiendo cuando tengo nervios y quiero morderme las uñas.
Que alguien enfadado me observa por las noches y espera que le hable, que le
diga que ¡ya está bien! Que nos hemos cansado de apologías de la vida y
metáforas sin realidades. Que esto se acaba y que no habrá ni carcajadas.
Y que me des fuego, con ese que huele a gasolina, con ese
que nosotros conocemos, préndeme, lento, y sin piedad. Que estoy hecha de un
material muy inflamable y me salen borbotones de imaginar que el principio de
cualquier canción de Hendrix pueda empezar con tus manos en mi espalda.